La caída

Hoy un test me preguntaba qué es el enfoque para mí. Respondí que soy como una ola que viene y va. Y la respuesta me abrumó. 

No solamente me cuesta concentrarme. Soy como una ola en la vida misma: por momentos vivo, por momentos me deslizo por la vida sin pena ni gloria. Los segundos se escurren sobre mí y se entierran en la arena blanda y tibia de la procrastinación. 

El año nuevo me encontró en una posición privilegiada: estaba cayendo estrepitosamente mientras intentaba huir de mí. Y fue una caída de esas que uno siente que sólo uno percibió, pero que todo el mundo vio. Y lo que vieron fue tan impactante que corrieron a ayudar. No hubo risas. No hubo burlas a mis espaldas. Solo un silencio abrumador y muchas manos que venían al rescate cuando el mundo se me vino encima. Y lo logramos.

No fue el sueño de estar cayendo y despertarse tomando una bocanada de aire mientras un corrientazo recorre la espalda. Caí de verdad. 

El ruido de la vida me sobrepasaba. Día con día, mi cuerpo vivía gracias a una mente que rodaba aún estando apagada. Como un automóvil apagado, sin frenos, colina abajo. Y lo único que pudo detenerme fue una bicicleta, de esas que nunca aprendí a montar. 

Me salvaron las manos amigas, pero también la ignorancia (privilegio de pocos y al mismo tiempo, privilegio de todos en algún momento de la vida). Me salvaron la compañía, el buen corazón, el amor, los gatos y hasta Netflix. La caída me salvó de seguir cayendo. La caída me salvó de seguir huyendo. La caída me salvó cuando me devolvió a mí.

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