Ágatha
Ágatha, mi princesa de cuarzo que enalteces tu nombre con tu pelaje de franjas en uno y otro color, con tu carácter lapídeo y obstinado que se esfuma entre lo verde y translúcido de tus ojos:
Aún aunque a veces me impacientan tus locuras, tus ganas de lanzarlo todo al suelo y de trepar hasta lugares imposibles de los que luego no sabes cómo descender; todo eso son apenas nimiedades ante la ternura de tus saludos cuando vienes corriendo a mí al escucharme abrir la puerta de la habitación en la mañana, o cuando me escuchas salir hacia el corredor o al patio de la casa e insistes en acompañarme zigzagueando entre mis piernas a cada paso.
Había olvidado que antes de dormir haces masitas en tu cobija preferida, tal como lo haces al despertar en la mañana y antes de irte a pasear por la casa o a desayunar.
Había olvidado el peso de tu cuerpo, tus suspiros penetrantes, tu tibieza. Había olvidado lo que se sentía tener la dicha de dormir a tu lado, de darnos la vuelta para uno u otro lado casi en simultánea.
Había olvidado que a veces tu respiración es tan suave que mi instinto me despierta para revisarte cuando, dormida, no te siento y aunque sea un poco cruel sacarte tan repentinamente de tus sueños, te muevo para despertarte, para asegurarme de que sigues viviendo mientras descansas a mi lado. Había olvidado también la dulzura con la que entiendes mis angustias cuando no te siento respirar, y lejos de enojarte, lames mi mano con dulzura y comienzas a ronronear.
Había olvidado lo hermoso que es dormir contigo y lo magnífico que es despertarse abrazada a ti. Había olvidado lo radiantes que despertamos cuando pasamos la noche juntas, pero todo regresa a la memoria cada vez que estamos soñando que la cobijita azul es el cielo, soñando con mundos de fantasía, soñando que tus dulces maullidos y ronroneos, cuando nuestro amor y nuestros juegos llenan el silencio de la noche y cada espacio de la vida.
Aún aunque a veces me impacientan tus locuras, tus ganas de lanzarlo todo al suelo y de trepar hasta lugares imposibles de los que luego no sabes cómo descender; todo eso son apenas nimiedades ante la ternura de tus saludos cuando vienes corriendo a mí al escucharme abrir la puerta de la habitación en la mañana, o cuando me escuchas salir hacia el corredor o al patio de la casa e insistes en acompañarme zigzagueando entre mis piernas a cada paso.
Había olvidado que antes de dormir haces masitas en tu cobija preferida, tal como lo haces al despertar en la mañana y antes de irte a pasear por la casa o a desayunar.
Había olvidado el peso de tu cuerpo, tus suspiros penetrantes, tu tibieza. Había olvidado lo que se sentía tener la dicha de dormir a tu lado, de darnos la vuelta para uno u otro lado casi en simultánea.
Había olvidado que a veces tu respiración es tan suave que mi instinto me despierta para revisarte cuando, dormida, no te siento y aunque sea un poco cruel sacarte tan repentinamente de tus sueños, te muevo para despertarte, para asegurarme de que sigues viviendo mientras descansas a mi lado. Había olvidado también la dulzura con la que entiendes mis angustias cuando no te siento respirar, y lejos de enojarte, lames mi mano con dulzura y comienzas a ronronear.
Había olvidado lo hermoso que es dormir contigo y lo magnífico que es despertarse abrazada a ti. Había olvidado lo radiantes que despertamos cuando pasamos la noche juntas, pero todo regresa a la memoria cada vez que estamos soñando que la cobijita azul es el cielo, soñando con mundos de fantasía, soñando que tus dulces maullidos y ronroneos, cuando nuestro amor y nuestros juegos llenan el silencio de la noche y cada espacio de la vida.
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