La dolce vita

Casi siempre al pensar en nuestras vidas lo hacemos como quien planea la estrategia para un juego, como quien tiene en frente por mover las piezas de un ajedrez viviente. Y todo el tiempo vivimos exactamente lo contrario, porque pensamos que nuestras vidas dependen exclusivamente de las movidas que hemos planeado y nos aferramos al éxito que aún no hemos alcanzado, sin contar con las movidas del adversario: el destino.

Solemos pensar que estamos predestinados a cierto tipo de vida, según la que hayamos heredado de nuestros padres: riqueza, pobreza, intelectos desarrollados, fracasos... Todo hace parte de la misma nube de características en las que hemos vivido y de las que nos hemos apropiado de tal modo que creemos que aceptarlas y reproducirlas en nuestras vidas y de ser posible en los demás, es lo ideal. Si no logramos copiar todo esto en quienes quisiéramos, nos rodeamos de lo que creemos está hecho para nosotros, así no sea lo que creamos merecer, o lo que anhelamos.

Los ricos tienen amigos ricos, los pobres amigos pobres. Los fiesteros amigos que van de rumba, los silenciosos a veces ni tienen. Pero siempre hay una excepción a la regla, alguien que rompe nuestros esquemas y aparece como un ser que, si bien copia sus características en nosotros, no lo hizo a voluntad. Mejor dicho, nosotros decidimos copiarle inconscientemente al ver su éxito o al descubrir nuestros deseos en lo profundo de este ser.

Pensemos en lo siguiente: hagamos de cuenta que cada uno es una fruta, un vegetal, un cereal, cualquier cosa de comer. Somos lo que somos, y no podemos cambiarlo, y con esto digo, no podemos cambiar nuestra esencia. Siempre podemos ser la carne que desearía un poco de fuego para ser asada, o la carne cruda que sin más pretensiones, sólo quiere ser un tartare. Podemos ser la manzana que sólo anhela ser mordida, o aquella que quiere convertirse en jugo, o en pie. Y cuando la manzana quiere ser pie, cuando somos el queso que quiere convertirse en fondue, cuando somos el chocolate que quiere bañar una torta, justo ahí, necesitamos de los demás.

Siempre creemos poder hacer todo solos. De hecho, es nuestro orgullo y el de nuestros padres cualquier grado de independencia que adquiramos a lo largo de la vida. Primero: comer solos, bañarnos solos, atarnos los cordones. Luego, hacer nuestros deberes. Mas tarde: irnos de casa. Pero no podemos comer si no hay quien siembre y coseche, si no hay quien trabaje para traer los alimentos a la mesa. No podemos hacer nuestros deberes si no hay quién nos los haya dejado, no podemos irnos de casa sin un impulso o ser exitosos sin una idea.

El punto es que la vida es mucho más dulce de lo que la encontramos cada día. Suele ser difícil levantarse en la mañana, y cuánto cuesta a veces dormirse en las noches porque la mente está llena de temores, preocupaciones, planes sin cumplir. A veces pensar tanto es lo que nos lleva al mismo lugar que pensábamos, pero nos hace llegar muchos años tarde. A veces planear tantas estrategias, además de infructuoso, es vano. Casi siempre el corazón se equivoca menos que la cabeza, aunque a fuerza de golpes hayamos aprendido lo contrario. Muchos golpes que nos hemos dado han sido por tanto esperar mientras planeábamos la vida perfecta o la forma perfecta de hacer las cosas.

¿Acaso hay un plan elaborado que resulte en el día perfecto? Entre más lo planeamos, más frustrados nos sentimos si una sola de las mil cosas previstas sale mal. Pocas cosas hay mejores que una sorpresa, nada mejor que un beso robado, casi nada más alegre que unas almas gemelas que se encuentran clandestinamente en las noches cuando los cuerpos de sus amos yacen cobijados en lugares diferentes.
No existe el crimen perfecto, siempre hay algo que se pasa por alto, por algo somos humanos. Aprender a contar con los demás, aprender a aprender, aprender a agradecer, amar primero y aprender a amar por el camino... Aprender y descubrir: dos verbos que han dado la luz al mundo, y la dulzura a todas las miradas.

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