A veces todo lo que se necesita para encontrar el sentido es perderlo.
Sabemos que tenemos tanto deberes como derechos, pero nos comportamos como si todo el mundo tuviera deberes con nosotros y sólo tuviéramos el derecho de ordeñarlos como vacas. Si, siempre nos comportamos como si sólo tuviéramos derechos y nada de deberes. Peor aún, cuando somos conscientes de tener deberes y los cumplimos cabalmente, no lo hacemos con respeto por el deber, ni por uno mismo.
La mayoría de las veces la familia siembra en nosotros el sentido de la responsabilidad, de manera que el cumplimiento del deber es un rasgo común, al menos al principio para impresionar y que tiene continuidad cuando algo realmente nos interesa. Pero el respeto por si mismo y por los demás puede desaparecer si no se incluye como un paso de la rutina diaria. A medida que pasan los días hacemos lo que debemos como máquinas: saludamos por costumbre, siempre seguimos el mismo ritual al darnos una ducha, nos vestimos en el mismo orden, hacemos todo lo que hemos de hacer, regresamos a casa en el mismo bus, vemos los mismos programas. Poco a poco la vida se va reduciendo a una lista de chequeo con vistos o tachones según se cumpla o no. Todo es una rutina. Y en medio de la rutina también se pierden los sentidos y los sentimientos hasta que algo los hace reaparecer.
La aparición de alguien superior en algún campo rara vez puede producirnos respeto en lugar de envidia, pero cuando pasa, no anhelamos más que ser discípulos de quien podríamos aprender, de alguien que cada vez que aparece ante nuestros ojos lo hace con seguridad, confianza, amabilidad e imponencia aunque no mida dos metros. Alguien que se ve grande e importante aunque pueda estar lejos de serlo en los parámetros que ahora seguimos. Al menos deberíamos recordar que aunque recibir es un deber y un derecho, agradecer hace parte de los deberes que no cumplimos con el corazón. Yo al menos puedo recordar el último agradecimiento sincero que recibí. ¿Cuentan ustedes con la misma suerte?
El brote silencioso del aburrimiento, del desgano, del sinsabor y con ellos el advenimiento de la falta de sentido nos llevan a una sed de caminos nuevos, de experiencias distintas que llegan al caerse la venda cegadora de la conformidad, al caerse de nuestros oídos los tapones que si bien nos protegían del agua, también impedían que entrara cualquier conocimiento, cualquier argumento que no estuviera ya en nuestras mentes.
A veces todo lo que se necesita para encontrar el sentido es perderlo.
La mayoría de las veces la familia siembra en nosotros el sentido de la responsabilidad, de manera que el cumplimiento del deber es un rasgo común, al menos al principio para impresionar y que tiene continuidad cuando algo realmente nos interesa. Pero el respeto por si mismo y por los demás puede desaparecer si no se incluye como un paso de la rutina diaria. A medida que pasan los días hacemos lo que debemos como máquinas: saludamos por costumbre, siempre seguimos el mismo ritual al darnos una ducha, nos vestimos en el mismo orden, hacemos todo lo que hemos de hacer, regresamos a casa en el mismo bus, vemos los mismos programas. Poco a poco la vida se va reduciendo a una lista de chequeo con vistos o tachones según se cumpla o no. Todo es una rutina. Y en medio de la rutina también se pierden los sentidos y los sentimientos hasta que algo los hace reaparecer.
La aparición de alguien superior en algún campo rara vez puede producirnos respeto en lugar de envidia, pero cuando pasa, no anhelamos más que ser discípulos de quien podríamos aprender, de alguien que cada vez que aparece ante nuestros ojos lo hace con seguridad, confianza, amabilidad e imponencia aunque no mida dos metros. Alguien que se ve grande e importante aunque pueda estar lejos de serlo en los parámetros que ahora seguimos. Al menos deberíamos recordar que aunque recibir es un deber y un derecho, agradecer hace parte de los deberes que no cumplimos con el corazón. Yo al menos puedo recordar el último agradecimiento sincero que recibí. ¿Cuentan ustedes con la misma suerte?
El brote silencioso del aburrimiento, del desgano, del sinsabor y con ellos el advenimiento de la falta de sentido nos llevan a una sed de caminos nuevos, de experiencias distintas que llegan al caerse la venda cegadora de la conformidad, al caerse de nuestros oídos los tapones que si bien nos protegían del agua, también impedían que entrara cualquier conocimiento, cualquier argumento que no estuviera ya en nuestras mentes.
A veces todo lo que se necesita para encontrar el sentido es perderlo.
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