Carlota campesina

Carlota no podía más. Amaba su trabajo tanto como a su vida, pero tenía que cuidar de la segunda para poder seguir haciendo lo primero. La altura aprisionaba sus pulmones como la prensa aprisiona las semillas de girasol para obtener su aceite, el frío le calaba en los huesos haciéndole llorar todas las noches. Pero ella quería mucho más tiempo para pasar con sus pequeños científicos, que, aunque nacidos y criados en medio de la opulencia, apreciaban sus enseñanzas y la naturaleza de su entorno tanto como apreciaban sus comodidades. Era una decisión difícil de tomar, pero sin duda era la correcta. Ella debía volver su casa de campo, la casa de su infancia, su lugar de residencia. No había otra opción. Era regresar al campo aunque no tan lejos de la ciudad, su zona de confort. Era necesario que se diera a la fuga de esta selva de ladrillo que todo lo consume, que todo lo agota, que todo lo quiere para sí. Había llegado el momento de llevar sus conocimientos y su enseñanza a otro lugar. 

La escuela del pueblo la recibió con agrado y todo el mundo estaba orgulloso de tener ahora una maestra venida de la capital, pero las diferencias no tardaron en aparecer: por más que ella se esmerara, los niños no entendían, les era muy difícil aprender, era prácticamente imposible atraerlos de la misma manera que lo hacía con sus niños de padres opulentos. Nada de lo que hacía en la ciudad funcionaba aquí, y ella no podía entender la razón, si siempre había tenido éxito con sus métodos.


Con los días, no sólo su salud había mejorado notablemente, también había mejorado su relación con los niños. Se había puesto en contexto, había hablado con ellos, descubriendo que todo su problema estaba en que no había visto primero cuál era la forma de enseñar de la escuela, no había dimensionado las diferencias del campo a la ciudad, no había entendido que estos niños campesinos, trabajadores, responsables de ayudar en su casa para subsistir eran completamente diferentes a los citadinos. Además, los niños no confiaban en quienes no eran del pueblo al que habían llegado luego de salir corriendo de su tierra con lo que llevaban puesto, echados como perros por extraños, diezmados por las amenazas cumplidas, huérfanos a causa de la ambición desmedida de unos y la defensa del honor de otros. 


La forma de aprender en este pueblo estaba a punto de cambiar como cambió la mía con maestros que no puedo ver, que no puedo escuchar, que no conozco pero que me dan sus conocimientos a través de esta pantalla que hace las veces de ventana al mundo y todo cuanto contiene. Ya no era sólo un salón con filas de pupitres y un tablero de tiza porque no había para el de marcador. Ya no era solamente un maestro hablando y niños copiando. Ahora era un maestro que además de hablar y que los niños copiaran, buscaba grabar en los corazones y las mentes, más que en los cuadernos, conocimientos, experiencias, respeto por el ambiente y por ellos mismos, cariño por el mundo que los rodea. ¡Hasta les enseñó a hacer un postre que lleva su nombre!


Carlota ahora veía todo con mayor claridad. Entendió que estos niños tienen necesidades diferentes, quizá menos conocimientos, pero las mismas ganas (o aún más) de salir adelante y progresar de un niño europeo, de un niño oriental, de un niño indígena. Había entendido que este entorno era diferente y mucho más rico que el de la ciudad. Ella se dejaba llevar por parajes recónditos acompañada de sus pequeños y sus familias, enseñándoles lo que sabía de todo cuanto les rodeaba y ella a su vez recibía cuanto podían contarle las personas del campo con sus saberes ancestrales. Por fin había un equilibro, había encontrado el eslabón perdido: podía dar y recibir conocimiento, no sólo entregar como estaba acostumbrada a hacer, y esto cada día, desde que el sol alumbraba las montañas desnudándolas de la espesa niebla que las cubre a la aurora, hasta el dorado ocaso en que el sol cierra sus ojos y se abriga con un manto lleno de estrellas y luciérnagas con una luna como centro.

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