Fuego

Los cuatro fuegos que más fácil reconocemos son los que se mezclan con los cuatro elementos, habiendo en ellos un fuego que tiene mucho más de si: el fuego húmedo del amor, el fuego terroso y fragante de la pasión, el fuego seco que es el elemento que cambiara la historia hace miles de años, y el fuego ardiente de la ira.

Pero hay otros fuegos que inician los que ya nombramos, o bien, algunos otros que nada tienen que ver con ellos. La llama tibia de un beso, la chispa de luz ardiente en los ojos de un amor a primera vista, las brasas danzarinas de una chimenea, la luz del atardecer o la esperanza del amanecer cercano: todos estos son los que componen o encienden el fuego húmedo del amor.

El fuego terroso y fragante va mucho más allá de la pasión que se desencadena entre dos seres, producto o no del primer fuego. También está presente en la pasión con la que hacemos lo que nos gusta, con la que cantamos y reímos hasta caer, con la que corremos sólo con las ansias de sentir el viendo golpeándonos la cara. Tristemente, hay muchos seres que carecen de este fuego en sus entrañas y llevan una vida tan perfectamente mediocre que son conformes con ella, con todo.

El tercer fuego es admirable por su sola presencia. Impone respeto además de ser señal de peligro, pero es el motor de todos los fuegos posibles, porque en todos ha intervenido alguna vez. Quemó con su poder la montaña, abriendo las piñas de los pinos para que sus semillas germinaran al salir, fue la fogata para los malvaviscos, el fruto del carbón ardiente, el padre de las cenizas delatoras del futuro.

El fuego ardiente de la ira es más peligroso incluso que el físico. Más destructivo y fuerte en sí mismo porque  luego de su paso nada es capaz de renacer. Todo ha quedado impregnado de su indeleble veneno, de sus secas púas, de su desabrida presencia. Cualquier terreno, del más fértil al más seco desierto contiene en sí un trozo de belleza que luego del paso del pecado capital pasa a ser un limbo eterno. Ni siquiera puede contemplarse en él su fealdad.

Esté la ira siempre lejos de sus terrenos y sean los tres primeros fuegos la luz de todas luces.

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