Emparamada
Cada lugar tiene una belleza particular, barreras para contener a los temerosos y para retar a los valientes. Cada trozo de patria tiene un sabor y un olor particular, una magia secreta que sólo podrá encontrar, saborear y disfrutar el más exquisito paladar.
Las aguas azufradas emanan de la tierra con sus tibios y embriagantes (aunque malolientes) vapores, de la misma manera en que, en las mañanas, descubrimos el néctar fermentado del aliento amado yaciendo justo al costado, de la misma manera en que los sudores se conjugan para hacer el más fino de los almizcles, el perfume del amor.
Los frailejones son como el destello fulgurante del amor a primera vista: en sí, son la esencia prima y última de todos los aconteceres enfrascados en el lapso de tiempo que todo dure. Sin ellos el páramo no sería páramo, sin ellos el agua sería escasa, sin ellos el paisaje sería diferente y seguramente no sería exactamente de lo que se han prendado nuestros ojos, este destello fulgurante no tendría esa misma fuerza y color.
Ya antes la naturaleza me había recibido con alfombras verdes de prados esmeralda, con esteras polvorientas de caminos reales, con colinas cubiertas de hojas secas que el sol sigue besando apasionadamente, sabiéndolas ya muertas, sólo con la ilusión de poder llevarse consigo su última fragancia, su último destello, el poco de vida que les quede, inconsciente de que ellas mismas son el secreto de la vida, la tierra en potencia. Inclusive me había recibido con una calle de honor de pinos y eucaliptos cubiertos de barbas de viejo y bromelias, y bordeados de helechos, o con tapetes de musgo, pero nunca había extendido para mí un tapete de líquenes de jade, suaves y esponjosos para que mi pie descubierto, al posarse en ellos, no se ajara.
Como si mis ojos no hubieran encontrado ya saciedad en el deleite que me había sido prodigado, como si no me hubieran cautivado ya sus delicadas curvas, como si imposible hubiera sido embelesarme en sus cabellos dorados; las colinas y las nubes, los frailejones y los musgos, hicieron ante mí una venia solemne mientras él, el páramo, abría sus ojos frente a mí, ofreciéndome el fruto de su trabajo, de lo que había reservado desde siempre para mí: el manantial más puro en que jamás se hubieran posado mis ojos, en forma de laguna, dejándome ver en el fondo algas verdes y frescas, y, en la superficie, el reflejo de mi mirada estupefacta.
Las aguas azufradas emanan de la tierra con sus tibios y embriagantes (aunque malolientes) vapores, de la misma manera en que, en las mañanas, descubrimos el néctar fermentado del aliento amado yaciendo justo al costado, de la misma manera en que los sudores se conjugan para hacer el más fino de los almizcles, el perfume del amor.
Los frailejones son como el destello fulgurante del amor a primera vista: en sí, son la esencia prima y última de todos los aconteceres enfrascados en el lapso de tiempo que todo dure. Sin ellos el páramo no sería páramo, sin ellos el agua sería escasa, sin ellos el paisaje sería diferente y seguramente no sería exactamente de lo que se han prendado nuestros ojos, este destello fulgurante no tendría esa misma fuerza y color.
Ya antes la naturaleza me había recibido con alfombras verdes de prados esmeralda, con esteras polvorientas de caminos reales, con colinas cubiertas de hojas secas que el sol sigue besando apasionadamente, sabiéndolas ya muertas, sólo con la ilusión de poder llevarse consigo su última fragancia, su último destello, el poco de vida que les quede, inconsciente de que ellas mismas son el secreto de la vida, la tierra en potencia. Inclusive me había recibido con una calle de honor de pinos y eucaliptos cubiertos de barbas de viejo y bromelias, y bordeados de helechos, o con tapetes de musgo, pero nunca había extendido para mí un tapete de líquenes de jade, suaves y esponjosos para que mi pie descubierto, al posarse en ellos, no se ajara.
Como si mis ojos no hubieran encontrado ya saciedad en el deleite que me había sido prodigado, como si no me hubieran cautivado ya sus delicadas curvas, como si imposible hubiera sido embelesarme en sus cabellos dorados; las colinas y las nubes, los frailejones y los musgos, hicieron ante mí una venia solemne mientras él, el páramo, abría sus ojos frente a mí, ofreciéndome el fruto de su trabajo, de lo que había reservado desde siempre para mí: el manantial más puro en que jamás se hubieran posado mis ojos, en forma de laguna, dejándome ver en el fondo algas verdes y frescas, y, en la superficie, el reflejo de mi mirada estupefacta.
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