Camino al infierno

Cuando dicen que el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones, me niego a creer que sea del todo cierto. Como si no valiera cuando alguien pone todo su empeño, todas sus fuerzas y su capacidad en lograr algo, para bien propio o de alguien que le es querido, y simplemente no lo logra. Sea porque no es el momento, porque no tenía la fórmula perfecta para lograrlo, porque Dios, la vida, el destino, las energías, así no lo quisieron.

Para mí las intenciones cuentan mucho. No es deber de nadie tender una mano al agobiado, dar su hombro como apoyo a un alma que se halla a sí misma desvalida, luchar por cerrar las fuentes de las que manan copiosas corrientes de agua salada que resbalan por las mejillas y ruedan por el cuello hasta perderse entre los poros del algodón como si fuera un torrente que riega cadenciosamente la sabana.

Aunque no falta el miserable que siembra en la ayuda de los demás una esperanza malsana, y descarga de vuelta toda su frustración cuando nada se ha logrado. ¡Ay del desagradecido! ¡Ay del final aciago e insulso que le espera a quien no valora nada! Porque el tiempo que alguien consagre amorosamente a luchar junto a otra persona para hacerle feliz, o llenarle de paz saliendo de un problema, nunca volverá a esa persona, ni bajo la forma de lingotes de oro. El tiempo no vuelve.

Entonces, no está tapizado de buenas intenciones el camino hacia el infierno, está tapizado de indesiciones, de almas sin el menor dejo de agradecimiento, de púas de reproches colmadas del veneno del fracaso. El camino al infierno se halla tapizado de todos los segundos de gloria que nos robamos y le arrancamos de la vida a los demás, está tapizado de las negativas constantes que brotan sin parar de un corazón malherido y una mente podrida, llena de caminos maltrechos que nadie habrá de reparar jamás, porque además, al final del camino, no habrá más que soledad.

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