La dama del cafetal

Sé que en algún lugar, en una isla lejos de aquí, en el norte, muy al norte, hay una dama solitaria que reza cada noche a los santos de su altar, a su herencia natural, que ruega al más allá por el milagro de la muerte.

La rosa de su vida se marchita, exhalando en su último aliento el más exquisito aroma que jamás haya tenido la cercanía del último camino a transitar, del ángel que viene en el último momento para llevarle consigo. Ella sigue allí sentada, con su camándula deslizándose pausadamente entre sus dedos que la deshojan sin afán como a las margaritas que antaño despojara de sus pétalos buscando la respuesta de su amor.


Recuerda su vida llena de agradecimientos, aunque no haya sido tan sencilla como había soñado. Recuerda sus juegos de infancia, sus amigas, su muñeca de trapo que bautizaba en los charcos de vuelta a casa desde la escuela. Recuerda haber vivido el gozo y la amargura, la felicidad y la desilusión. Recuerda los canarios cantar, recuerda los caballos con que solía jugar, recuerda tejer canastas de fique para vender en el pueblo y comprar el jabón que llevaba su olor favorito. Recuerda haber vivido intensamente todo cuanto quiso.


En su mente yacen adormecidos y polvorientos los secretos que nunca quiso contar, los sucesos que ya no recuerda más, las historias que yo aún tengo ansias de escuchar. En sí contiene las caricias y los besos que anhelo recibir, los secretos de las recetas más exquisitas y de cada planta que conoce. Es un libro tan grande que aunque esté abierto no se alcanza a descifrar en lo que nos resta de tiempo para hacerlo.


¡Sabrá Dios qué angustias han sido las que han ajado su rostro de porcelana, las que han nublado sus ojos de miel de verde y cielo con el velo blanquecino del polvo de la luna!

Lo único que nos permite saber que está en paz es el olor de jazmín que conserva en su aliento, su sonrisa de amatista, su eterno corazón de jade.

Aún la angustia de sus hijos que siente indefensos e incapaces le quema las entrañas. Esa es quizá la única razón por la que su constante oración se ve sin respuesta cada día. Porque la vida está esperando que se dedique a ella misma, a sus memorias, a sus derrotas y victorias para así, mecerla eternamente entre mantas de algodón, con la suave brisa que dan los guaduales al viento que baja por la cañada, con el sonido de la quebrada y de las serenatas nocturnas que su amado le daba tocando la guitarra, con el aroma de su alma llegando al firmamento: el de los cafetos floreciendo en la montaña.

Comentarios

Entradas populares