Desde mi nido

Mi nido está oculto en el naranjo vecino al sembrado de patillas. En él me esperan mi amada y los huevitos que empollamos juntos, a turnos, para también ir por comida y pajitas para reforzar nuestro hogar. En las noches los empollamos juntos, con la esperanza de verlos eclosionar prontamente y conocer a los polluelos que hemos añorado por tanto tiempo.

Entre los ires y venires, al pasar justo bajo el sol, la gente no vé más que un pájaro, hermoso eso sí, pero un pájaro, porque no logran distinguir que somos. Supongo que a nosotros nos pasa igual con los humanos: parece ser que también ríen, lloran, van por comida y construyen nidos enormes y llenos de sombra. No entendemos sus sonidos y tampoco sabemos reconocer sus razas.
Hay algunos humanos que son ruidosos, otros que son reflexivos. También hay unos negritos como un cóndor, unos blanquitos como palomas, otros pardos como arrendajos. Las muchachas más hermosas son las que tienen el porte de un martín pescador: con su piel dorada y sus cabellos lisos y oscuros, con sus formas claras y llenas, con su cabecita y su vientre curvo y fértil, con sus patitas torneadas y firmes, y sus alas que no tienen miedo de abrirse para hacer del cielo poco más que una pizca de eternidad perdida entre sus plumas sedosas.

Así es para mí mi princesa, la pajarita que robó mi corazón desde que viviendo en nidos lejanos nos encontramos en nuestros primeros vuelos. El sol tuvo para mí el color de la felicidad tornasolada en el brillo de sus ojos negros, preví la sed que saciaríamos con su largo pico, vi la vida estable para siempre cuando el aroma del azahar en el que había descansado antes de volar llegó hasta mí. Por eso puedo describirles las muchachas más hermosas, porque por bondad del destino la más hermosa que haya visto jamás posó sus ojos en mí, ella también me amó y seguiremos volando juntos entre patillales y naranjos.

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